ARRANCANDO 2010 EN IBICUY
Un año sin pescar… Parece mentira pero desde que pisé las cristalinas aguas sureñas ya pasó esa enorme cantidad de tiempo. Cuando la gente que te conoce casualmente se entera que te gusta pescar, y le mostrás tu entusiasmo por el tema, seguramente cree que forma parte de tu cotidianeidad de fin de semana. Error. Hablo más del tema de lo que lo practico. Creo que el hablar del asunto te ayuda a pensar en los buenos momentos vividos y te permite equilibrar la rutina con esos gratos recuerdos.
Esta vez el agua no fue cristalina, sino más bien fue la más familiar y amarronada agua de nuestro Paraná, en una de sus variantes. La zona: Ibicuy, en la provincia de Entre Ríos, tan cerca y tan lejos a la vez de nuestra megalópolis porteña. Fuimos el sábado 2 de Enero, fecha que se ha repetido (o tal vez el primero) en años anteriores, como darle un buen inicio a la cosa. De la partida, Mario C., Andrés M. y yo.
Llegamos tarde, a eso de las 12, habiendo pasado el pueblo, adentrándonos en el camino que lleva a Nazaruca, cerca de donde Mario se encontró un cuchillo campero, enfundado en su vaina de cuero crudo blanco en otro viaje que hicimos. Esta vez especulamos con encontrar alguna otra cosa, pero lo que hallamos en abundancia fueron mosquitos, además de agua, mucha. El cauce de los arroyos estaba desbordado y los campos tenían abundante cantidad. Al borde del camino, la zanja estaba desbordante de mojarras, muchas de buen tamaño, que se movían en cardumen delante de tres lindas tarariras que estaban a flor de agua, mostrándonos cuan llena tenían la panza, tanto, que se animaron a despreciar hermosas piezas de la más fina artesanía del engaño que dispusimos delante de sus ojos. Ni modo, como se dice en otros lares. Decidimos corrernos debajo de unos frondosos eucaliptos de la entrada a una estancia, y ahí debajo, comimos nuestros sobrantes de la fiesta del día anterior.
Después de una breve siesta, volvimos sobre nuestros pasos y nos metimos dentro de Ibicuy, llegando a la costa del Paraná Pavón, en un recodo del río donde accedimos por un terraplén. Tres chicos se nos cruzaron, que se volvían. A la pregunta tradicional de: - ¿Y, hay algo?, nos respondieron: - Sí. Doradillos, sacamos unos doce. Ahí fuimos, acicateados por el comentario y, apenas arribados a un pequeño promontorio conservado de la crecida que desdibujaba el cauce del río, vimos los doradillos de marras sobre el suelo: muertos, dejados a su suerte, sin ser usados como carnada ni como comida, víctimas de la ignorancia.
Después de los comentarios de rigor, probamos suerte con tres artilugios distintos: Andrés un señuelo tipo banana, corto, articulado, de paleta corta; Mario, con un Spinner buzzer y yo con una cuchara con un pequeño peso y una colita azul eléctrico. La tarde iba cayendo, y nuestra ansiedad aumentaba. Nada pasaba hasta que Andrés empezó a experimentar algunos piques cortos, y nos empezamos a entusiasmar. El que empezó a pescar fue Andrés. Yo quise correrme y, aunque iba a pasos muy cortos, pisé el borde del veril y desaparecí bajo el agua una fracción de segundo. Vino bien, hacía mucho calor… Ya sin todo el atuendo encima, secándose al sol, me coloqué al lado de Mario en la ‘islita’ y el pique empezó a divertirnos con los esperados doradillos. Eran muy combativos y muchas veces teníamos dos situaciones en que tomaban el engaño en un solo tiro: una casi al caer la línea y otra llegando a la costa, a unos escasos dos metros. Sacamos varios fuera del agua pero todos fueron devueltos. Situaciones divertidas, un montón. El entretenimiento duró casi hasta que no se veía nada, terminando el día bajo una nube de mosquitos de distinto tipo y calibre mientras nos cambiábamos al lado de la camioneta.
Volveremos Paraná, para buscar a esos ‘doradillos’ transformados en ‘dorados’.-
Esta vez el agua no fue cristalina, sino más bien fue la más familiar y amarronada agua de nuestro Paraná, en una de sus variantes. La zona: Ibicuy, en la provincia de Entre Ríos, tan cerca y tan lejos a la vez de nuestra megalópolis porteña. Fuimos el sábado 2 de Enero, fecha que se ha repetido (o tal vez el primero) en años anteriores, como darle un buen inicio a la cosa. De la partida, Mario C., Andrés M. y yo.
Llegamos tarde, a eso de las 12, habiendo pasado el pueblo, adentrándonos en el camino que lleva a Nazaruca, cerca de donde Mario se encontró un cuchillo campero, enfundado en su vaina de cuero crudo blanco en otro viaje que hicimos. Esta vez especulamos con encontrar alguna otra cosa, pero lo que hallamos en abundancia fueron mosquitos, además de agua, mucha. El cauce de los arroyos estaba desbordado y los campos tenían abundante cantidad. Al borde del camino, la zanja estaba desbordante de mojarras, muchas de buen tamaño, que se movían en cardumen delante de tres lindas tarariras que estaban a flor de agua, mostrándonos cuan llena tenían la panza, tanto, que se animaron a despreciar hermosas piezas de la más fina artesanía del engaño que dispusimos delante de sus ojos. Ni modo, como se dice en otros lares. Decidimos corrernos debajo de unos frondosos eucaliptos de la entrada a una estancia, y ahí debajo, comimos nuestros sobrantes de la fiesta del día anterior.
Después de una breve siesta, volvimos sobre nuestros pasos y nos metimos dentro de Ibicuy, llegando a la costa del Paraná Pavón, en un recodo del río donde accedimos por un terraplén. Tres chicos se nos cruzaron, que se volvían. A la pregunta tradicional de: - ¿Y, hay algo?, nos respondieron: - Sí. Doradillos, sacamos unos doce. Ahí fuimos, acicateados por el comentario y, apenas arribados a un pequeño promontorio conservado de la crecida que desdibujaba el cauce del río, vimos los doradillos de marras sobre el suelo: muertos, dejados a su suerte, sin ser usados como carnada ni como comida, víctimas de la ignorancia.
Después de los comentarios de rigor, probamos suerte con tres artilugios distintos: Andrés un señuelo tipo banana, corto, articulado, de paleta corta; Mario, con un Spinner buzzer y yo con una cuchara con un pequeño peso y una colita azul eléctrico. La tarde iba cayendo, y nuestra ansiedad aumentaba. Nada pasaba hasta que Andrés empezó a experimentar algunos piques cortos, y nos empezamos a entusiasmar. El que empezó a pescar fue Andrés. Yo quise correrme y, aunque iba a pasos muy cortos, pisé el borde del veril y desaparecí bajo el agua una fracción de segundo. Vino bien, hacía mucho calor… Ya sin todo el atuendo encima, secándose al sol, me coloqué al lado de Mario en la ‘islita’ y el pique empezó a divertirnos con los esperados doradillos. Eran muy combativos y muchas veces teníamos dos situaciones en que tomaban el engaño en un solo tiro: una casi al caer la línea y otra llegando a la costa, a unos escasos dos metros. Sacamos varios fuera del agua pero todos fueron devueltos. Situaciones divertidas, un montón. El entretenimiento duró casi hasta que no se veía nada, terminando el día bajo una nube de mosquitos de distinto tipo y calibre mientras nos cambiábamos al lado de la camioneta.
Volveremos Paraná, para buscar a esos ‘doradillos’ transformados en ‘dorados’.-